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Tango Tremens, por Luis Enrique Ibáñez

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En Musikawa queremos producir, combinar formatos, estimular la creatividad,  experimentar… En esta ocasión os presentamos el relato Tango Tremens, fragmento de la novela inédita “Duelo entre palabras” de nuestro amigo Luis Enrique Ibáñez. Y ese texto es excusa para proponer una evocación, un viaje literario y musical hacia esa radio antigua, hacia aquellos programas en los que la música y las palabras se citaban felices en la esquina de la interpretación, para contarse historias, para contarnos su vida… y, quizá,  preguntar por la nuestra, en definitiva, para caminar de la mano y abrir nuevo rutas para las sensaciones.

Es por ello que ofrecemos, no sólo el relato, sino también el audiorelato.

Todo en la vida necesita música. Tal vez sea una cuestión de dignidad, del hilo de cordura que canaliza la tremenda locura de vivir haciéndonos creer que somos dueños de nuestro propio naufragio. El tango, por ejemplo, pone su malsana materia fonética al servicio de nuestra soledad, de nuestra frustración, del amargo sabor de la derrota, de los cuchillos del resentimiento que gustan de clavarse en las entrañas de ese espejo que nos devuelve la imagen deformada de nuestros sufrimientos. El tango no es un bálsamo, sino la expresión acústica de la íntima tragedia de vivir, de rozarse con la vida, como hace el protagonista de la historia que sigue…

Santi Ortiz

Tango Tremens (audio)

Tango Tremens

Era desagradable la voz que me despertó con crueldad aquella mañana de espanto y placer. Esa mujer de inabarcable humanidad, de presencia infinita, ese monstruo que venía a limpiar no tenía ningún problema para entrar en mi casa entonando, a grito pelado, coplas de Isabel Pantoja mezcladas sin solución de continuidad con otras de Perales. Cada vez me molestaba más su presencia. El hecho de que yo fuera paralítico le otorgaba, al parecer, una especial dosis de bondad, pero para mí era insoportable su familiaridad al acercarse a mi catre; metía contenta su nariz portentosa en la podredumbre de mi guarida y cogiéndome en brazos con aires de falsa misionera, me hacía sentir como nadie la insignificancia de mi persona. Creo que también quería matarla. Me dejó encajado, como si fuera un bebé, en mi silla de ruedas, (harta ya, ésta, de mis nulos combates contra el deseo feroz) y después, con insultante alegría, limpió a voces toda la casa. La imagen del bebé no es simple retórica, en aquellos momentos, mientras ella limpiaba, me sentía realmente como esos niños de ocho meses que recién despertados son introducidos en un parque mientras sus madres, despreocupadas, se dedican con interés a otras tareas de importancia menor. Una vez terminada su faena y antes de irse, me soltó, como siempre, aquel discursito en el que confluían de modo asombroso el tono doméstico y el moral. Ya en la puerta, y con su eterna mirada navideña, se despidió de mí diciendo: «¡Ande y cuídese mucho, que un día nos va a dar un susto que yo no sé…!». Era el remate perfecto: ese «nos» inexistente cubría la más gélida de las humillaciones y aparecía como un reflejo inevitable de su maldita compasión. Cuando se marchó, no me quedó otro remedio que pasar el resto de la mañana escuchando los tangos más decrépitos que pude encontrar en esta desordenada habitación. Antes de hacerlo, realicé una necesaria actividad previa para que todo el encanto de la derrota se apoderase sin dudar del aire de mi casa: durante más de una hora estuve fantaseando, como un adolescente bobalicón, con mi propia muerte, con el entierro, con la arrogante negrura de la tierra; repasé algunos sucesos de mi infancia que en la lejanía del tiempo parecían connotar momentos de felicidad perdidos para siempre. Hice todo lo que pude, insistiendo especialmente en el tema de la muerte, en el maravilloso funeral al que los seres que me abandonaron acudían arrepentidos para depositar sin fuerza sus vanos llantos tardíos. Y cuando las primeras lágrimas resbalaron por mis mejillas, supe que ya podía escuchar la primera andanada de tangos demoledores. Como era lógico, Yira abrió con su fuerza incontestable mi extraña fiesta privada, «…cuando te dejen tirao, después de trinchao, lo mismo que a mí… cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás, buscando un pecho fraterno para morir abrazao… no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor…» Debo admitir que la insolente belleza de ese agujero negro ha hecho resbalar mi cordura en más de una ocasión. Para mí, escuchar Yira es como jugar a la ruleta rusa. A continuación, y para terminar de coger el justo ritmo depresivo, escuché Cuesta abajo, título éste tan evidente, que a veces dan ganas de concentrarse sólo en esas dos palabras, como si todos los demás sonidos fuesen una redundancia innecesaria, pero no, el regustillo amargo que sus versos dejaban se convertía en algo más que una cuestión personal, «Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser…» Cada vez me encontraba mejor, los dos primeros tangos habían conseguido canalizar correctamente la propuesta de la madre Teresa. Mi tristeza parecía sentirse a gusto en aquel santuario de la depresión y yo comenzaba a comprender una vez más el goce que produce eso que algunos llaman morbo. El carácter neurótico de este tipo de placer ya ha sido estudiado con anterioridad, pero dudo que nadie haya concebido una praxis con semejante grado de planificación operativa. El simple chispazo de aquella gorda sirvió para encadenar tiempos invisibles en los que lo único que hice fue escuchar tangos, tangos sin parar. Seguía inspirado y como una consecuencia lógica de los dos tangos anteriores apareció majestuosa la mejor frase exponente de la voluntad imperativa de una persona, Esta noche me emborracho. No esperé a la noche. Mientras aquella voz rajaba con gusto la irrealidad de mi vida esparcida sin tino por aquellos rincones, me dirigí a la despensa para cazar con demencia tres botellas de vino tinto, del tipo peleón. A mi regreso, la representación había adquirido ya verdaderos tintes melodramáticos; para no perder comba destapé la primera botella y de un solo trago bebí más de la mitad. Justo en ese momento aquel argentino ilustre levantó su voz y mirándome directamente a los ojos me espetó, «… parecía un gallo desplumao, mostrando al compadrear, el cuero picoteao…» Automáticamente coloqué la imagen de mi exmujer en aquella escena. Nunca llegué a la locura por ella, ni siquiera hace diez años, pero de todas formas era un gustazo imaginarla desquiciada, hecha un cachivache, vestida de pebeta, coqueteando su desnudez, en fin, verla como una fulana caduca despertando los insultos y risas de sus compañeros cultos y ñoños de la universidad. Me estaba entusiasmando y los simpáticos efectos del vino acompañaban hábilmente mi crecida euforia sentimental. Sí, bebí como un hombre de verdad, no como esos maricones de ahora que dándoselas de sibaritas disfrutan bebiendo licores de calidad. Eso no es beber. El verdadero bebedor sabe que está realizando un acto trascendente, sabe que únicamente el vino agrio es coherente con el estado anímico del que se considera una mierda; no se distrae, sólo se concentra en los retortijones mentales capaces de comunicar directamente el dolor del hígado con el canto solemne de su alma que huye. Justo en ese momento, en el que ya casi me había convencido a mí mismo -cualquiera tiene derecho a consolarse- de que el vino malo es más auténtico, más personal, que otras bebidas poseedoras de eso que ahora llaman «denominación», aquel tipo genial se puso a entonar con un especial amago de falsete aquello de «… eche amigo más champán, que todo mi dolor bebiendo voy a ahogar…» (claro está que no osé discutir con él la superioridad del vino peleón con respecto al champán francés). «…Y si la ven, amigos díganle…» La verdad es que yo ni tengo amigos, ni quiero que digan nada a aquella adolescente menopáusica… pero, de cualquier modo, qué bonito es sentirse abandonado, qué hondo y maravilloso placer se oculta en la derrota, no me digan que no hay algo épico en ese orgullo lírico del que vive en soledad, perdido y arrogante en su miseria. ¡Ay, los tangos! Me cargué todas las botellas (Tomo y obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar…), y supongo que mi hígado, mientras aquellos tangos seguían sonando, cada vez de forma más definitiva. Aunque yo no lo percibía con claridad, mi estado debía de ser lamentable. Ya no podía seguir con mi voz despreciable aquellas dulces palabras argentinas; lo único que hacía era doblarme cada vez más y dejar que esas letras indiscutibles se introdujeran como un veneno agradable en el interior de mi cuerpo. Tangos y más tangos. Seguían sonando sin parar.

Yo mismo me había convertido en materia de tango. Los límites de mi cuerpo se confundían plácidamente con la substancia fonética como si alguien hubiera mezclado células y sonidos para conformar un tejido nuevo de elasticidad imposible; las palabras se habían quedado colgadas en el aire, ocupándolo todo. Pensé abrir la ventana para que pudieran salir, pero no lo hice, preferí quedarme con ellas, jugando: las tocaba, las pesaba, las lanzaba hacia el techo para ver cómo regresaban, lentamente, a mi mano, las aspiraba y luego las expulsaba por la nariz, intentaba estrujarlas y entonces ellas se convertían en algo escurridizo y redondo, imposible de atrapar, eran indestructibles. A veces se agrupaban todas en un rincón de la habitación para acto seguido invadir de nuevo todo el aire, dibujando extrañas figuras en el firmamento de mi locura. Todo parecía un proceso irreversible que conduciría inevitablemente a mi metamorfosis, estaba convencido de que en pocos minutos yo sería simplemente una esquina más de cualquier barrio arrabalero de Buenos Aires, una anónima esquina en la que antiguos rumores de milonga se balancearan suavemente sobre la quieta luz de un farol.

—— CRÉDITOS ——

Texto: Luis Enrique Ibáñez de la novela inédita «Duelo entre palabras»

Voz: Santi Ortiz

Producción, grabación y montaje: Antonio J. Calvillo

Música en orden de aparición:

  • Oblivion de Astor Piazzolla
  • Yira, Cuesta abajo, Esta noche me emborracho, La última copa y Tomo y obligo de Carlos Gardel
  • Milonga del ángel de Astor Piazzolla

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4 Comentarios
  1. Pepa Galindo 13 años

    ¡¡¡Fantástico!!! Muchas gracias Quique, muchas gracias Santi y muchas gracias Antonio por hacernos este regalo.
    Besos, Pepa

  2. Ernesto 13 años

    Escribe,escribe,escribe

  3. Milagros Jiménez 13 años

    ¡Una maravilla! No me quito el sombrero, porque no gasto, pero os doy las gracias por este placer que nos habéis dado.

    P.D. Santi, si no sé que la voz la has puesto tú, no te habría reconocido. Estás magnífico: sentimiento, modulación y transmisión. Me ha faltado un tango cantado por ti.:-)

    Un beso y gracias.

  4. Juan Caro 13 años

    Me he quedao de piedra… No tengo palabras, han quedado suspendidas, en el aire…¡¡¡ vaya cosa más bonita habéis hecho!!! ¡¡¡¡Quique, eres un genio de la palabra y mi Antoñito, del montaje y la música!!! Siento no conocer a Santi, pero vaya recitao! Esto no puede quedar ahí, quiero más….Muchas gracias, esto si que es un regalo.

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